Este espacio virtual nos permitirá compartir textos y materiales del curso de tercer año de literatura CBU. Durante el curso se subirán al blog distintas lecturas, algunas serán de estudio obligatorio, otras serán lecturas complementarias que ayudarán a tratar los temas abordados en clase. ¡Bienvenidos al blog!
lunes, 27 de octubre de 2014
lunes, 15 de septiembre de 2014
La hora
Tómame ahora que aún es temprano
y que llevo dalias nuevas en la mano.
Tómame ahora que aún es sombría
esta taciturna cabellera mía.
Ahora que tengo la carne olorosa
y los ojos limpios y la piel de rosa.
Ahora que calza mi planta ligera
la sandalia viva de la primavera.
Ahora que en mis labios repica la risa
como una campana sacudida aprisa.
Después..., ¡ah, yo sé
que ya nada de eso más tarde tendré!
Que entonces inútil será tu deseo,
como ofrenda puesta sobre un mausoleo.
¡Tómame ahora que aún es temprano
y que tengo rica de nardos la mano!
Hoy, y no más tarde. Antes que anochezca
y se vuelva mustia la corola fresca.
Hoy, y no mañana. ¡Oh amante! ¿no ves
que la enredadera crecerá ciprés?
Juana de Ibarbourou
martes, 5 de agosto de 2014
Grafitti
Graffiti
A Antoni Tàpies
Tantas cosas que empiezan y acaso acaban
como un juego, supongo que te hizo gracia encontrar un dibujo al lado del tuyo,
lo atribuiste a una casualidad o a un capricho y sólo la segunda vez te diste
cuenta que era intencionado y entonces lo miraste despacio, incluso volviste
más tarde para mirarlo de nuevo, tomando las precauciones de siempre: la calle
en su momento más solitario, acercarse con indiferencia y nunca mirar los
grafitti de frente sino desde la otra acera o en diagonal, fingiendo interés por
la vidriera de al lado, yéndote en seguida.
Tu propio juego había empezado por
aburrimiento, no era en verdad una protesta contra el estado de cosas en la
ciudad, el toque de queda, la prohibición amenazante de pegar carteles o
escribir en los muros. Simplemente te divertía hacer dibujos con tizas de
colores (no te gustaba el término grafitti, tan de crítico de arte) y de cuando
en cuando venir a verlos y hasta con un poco de suerte asistir a la llegada del
camión municipal y a los insultos inútiles de los empleados mientras borraban
los dibujos. Poco les importaba que no fueran dibujos políticos, la prohibición
abarcaba cualquier cosa, y si algún niño se hubiera atrevido a dibujar una casa
o un perro, lo mismo lo hubieran borrado entre palabrotas y amenazas. En la
ciudad ya no se sabía demasiado de que lado estaba verdaderamente el miedo;
quizás por eso te divertía dominar el tuyo y cada tanto elegir el lugar y la
hora propicios para hacer un dibujo.
Nunca habías corrido peligro porque sabías
elegir bien, y en el tiempo que transcurría hasta que llegaban los camiones de
limpieza se abría para vos algo como un espacio más limpio donde casi cabía la
esperanza. Mirando desde lejos tu dibujo podías ver a la gente que le echaba
una ojeada al pasar, nadie se detenía por supuesto pero nadie dejaba de mirar
el dibujo, a veces una rápida composición abstracta en dos colores, un perfil
de pájaro o dos figuras enlazadas. Una sola vez escribiste una frase, con tiza
negra: A mí también me duele. No duró dos horas, y esta vez la policía en
persona la hizo desaparecer. Después solamente seguiste haciendo dibujos.
Cuando el otro apareció al lado del tuyo
casi tuviste miedo, de golpe el peligro se volvía doble, alguien se animaba
como vos a divertirse al borde de la cárcel o algo peor, y ese alguien como si
fuera poco era una mujer. Vos mismo no podías probártelo, había algo diferente
y mejor que las pruebas más rotundas: un trazo, una predilección por las tizas
cálidas, un aura. A lo mejor como andabas solo te imaginaste por compensación;
la admiraste, tuviste miedo por ella, esperaste que fuera la única vez, casi te
delataste cuando ella volvió a dibujar al lado de otro dibujo tuyo, unas ganas
de reír, de quedarte ahí delante como si los policías fueran ciegos o idiotas.
Empezó un tiempo diferente, más sigiloso,
más bello y amenazante a la vez. Descuidando tu empleo salías en cualquier
momento con la esperanza de sorprenderla, elegiste para tus dibujos esas calles
que podías recorrer de un solo rápido itinerario; volviste al alba, al
anochecer, a las tres de la mañana. Fue un tiempo de contradicción
insoportable, la decepción de encontrar un nuevo dibujo de ella junto a alguno
de los tuyos y la calle vacía, y la de no encontrar nada y sentir la calle aún
más vacía. Una noche viste su primer dibujo solo; lo había hecho con tizas
rojas y azules en una puerta de garage, aprovechando la textura de las maderas
carcomidas y las cabezas de los clavos. Era más que nunca ella, el trazo, los
colores, pero además sentiste que ese dibujo valía como un pedido o una
interrogación, una manera de llamarte. Volviste al alba, después que las
patrullas relegaron en su sordo drenaje, y en el resto de la puerta dibujaste
un rápido paisaje con velas y tajamares; de no mirarlo bien se hubiera dicho un
juego de líneas al azar, pero ella sabría mirarlo. Esa noche escapaste por poco
de una pareja de policías, en tu departamento bebiste ginebra tras ginebra y le
hablaste, le dijiste todo lo que te venía a la boca como otro dibujo sonoro,
otro puerto con velas, la imaginaste morena y silenciosa, le elegiste labios y
senos, la quisiste un poco.
Casi en seguida se te ocurrió que ella
buscaría una respuesta, que volvería a su dibujo como vos volvías ahora a los
tuyos, y aunque el peligro era cada vez mayor después de los atentados en el
mercado te atreviste a acercarte al garage, a rondar la manzana, a tomar
interminables cervezas en el café de la esquina. Era absurdo porque ella no se
detendría después de ver tu dibujo, cualquiera de las muchas mujeres que iban y
venían podía ser ella. Al amanecer del segundo día elegiste un paredón gris y
dibujaste un triángulo blanco rodeado de manchas como hojas de roble; desde el
mismo café de la esquina podías ver el paredón (ya habían limpiado la puerta
del garage y una patrulla volvía y volvía rabiosa), al anochecer te alejaste un
poco pero eligiendo diferentes puntos de mira, desplazándote de un sitio a
otro, comprando mínimas cosas en las tiendas para no llamar demasiado la
atención. Ya era noche cerrada cuando oíste la sirena y los proyectores te
barrieron los ojos. Había un confuso amontonamiento junto al paredón, corriste
contra toda sensatez y sólo te ayudó el azar de un auto dando vuelta a la
esquina y frenando al ver el carro celular, su bulto te protegió y viste la
lucha, un pelo negro tironeado por manos enguantadas, los puntapiés y los
alaridos, la visión entrecortada de unos pantalones azules antes de que la
tiraran en el carro y se la llevaran.
Mucho después (era horrible temblar así,
era horrible pensar que eso pasaba por culpa de tu dibujo en el paredón gris)
te mezclaste con otras gentes y alcanzaste a ver un esbozo en azul, los trazos
de ese naranja que era como su nombre o su boca, ella así en ese dibujo
truncado que los policías habían borroneado antes de llevársela; quedaba lo
bastante como para comprender que había querido responder a tu triángulo con
otra figura, un círculo o acaso un espiral, una forma llena y hermosa, algo
como un sí o un siempre o un ahora.
Lo sabías muy bien, te sobraría tiempo para
imaginar los detalles de lo que estaría sucediendo en el cuartel central; en la
ciudad todo eso rezumaba poco a poco, la gente estaba al tanto del destino de
los prisioneros, y si a veces volvían a ver a uno que otro, hubieran preferido
no verlos y que al igual que la mayoría se perdieran en ese silencio que nadie
se atrevía a quebrar. Lo sabías de sobra, esa noche la ginebra no te ayudaría
más a morderte las manos, a pisotear tizas de colores antes de perderte en la
borrachera y en el llanto.
Sí, pero los días pasaban y ya no sabías
vivir de otra manera. Volviste a abandonar tu trabajo para dar vueltas por las
calles, mirar fugitivamente las paredes y las puertas donde ella y vos habían
dibujado. Todo limpio, todo claro; nada, ni siquiera una flor dibujada por la
inocencia de un colegial que roba una tiza en la clase y no resiste el placer
de usarla. Tampoco vos pudiste resistir, y un mes después te levantaste al
amanecer y volviste a la calle del garage. No había patrullas, las paredes
estaban perfectamente limpias; un gato te miró cauteloso desde un portal cuando
sacaste las tizas y en el mismo lugar, allí donde ella había dejado su dibujo,
llenaste las maderas con un grito verde, una roja llamarada de reconocimiento y
de amor, envolviste tu dibujo con un óvalo que era también tu boca y la suya y
la esperanza. Los pasos en la esquina te lanzaron a una carrera afelpada, al
refugio de una pila de cajones vacíos; un borracho vacilante se acercó
canturreando, quiso patear al gato y cayó boca abajo a los pies del dibujo. Te
fuiste lentamente, ya seguro, y con el primer sol dormiste como no habías
dormido en mucho tiempo.
Esa misma mañana miraste desde lejos: no lo
habían borrado todavía. Volviste al mediodía: casi inconcebiblemente seguía
ahí. La agitación en los suburbios (habías escuchado los noticiosos) alejaban a
la patrulla de su rutina; al anochecer volviste a verlo como tanta gente lo
había visto a lo largo del día. Esperaste hasta las tres de la mañana para
regresar, la calle estaba vacía y negra. Desde lejos descubriste otro dibujo,
sólo vos podrías haberlo distinguido tan pequeño en lo alto y a la izquierda
del tuyo. Te acercaste con algo que era sed y horror al mismo tiempo, viste el
óvalo naranja y las manchas violetas de donde parecía saltar una cara
tumefacta, un ojo colgando, una boca aplastada a puñetazos. Ya sé, ya sé ¿pero
qué otra cosa hubiera podido dibujarte? ¿Qué mensaje hubiera tenido sentido
ahora? De alguna manera tenía que decirte adiós y a la vez pedirte que
siguieras. Algo tenía que dejarte antes de volverme a mi refugio donde ya no
había ningún espejo, solamente un hueco para esconderme hasta el fin en la más
completa oscuridad, recordando tantas cosas y a veces, así como había imaginado
tu vida, imaginando que hacías otros dibujos, que salías por la noche para
hacer otros dibujos.
Julio Cortázar
martes, 20 de mayo de 2014
RODRÍGUEZ, Francisco Espínola.
RODRÍGUEZ
Como aquella
luna había puesto todo igual, igual que de día, ya desde el medio del Paso, con
el agua al estribo, lo vio Rodríguez hecho estatua entre los sauces de la
barranca opuesta. Sin dejar de avanzar, bajo el poncho la mano en la pistola
por cualquier evento, él le fue observando la negra cabalgadura, el respectivo
poncho más que colorado. Al pisar tierra firme e iniciar el trote, el otro, que
desplegó una sonrisa, taloneó, se puso también en movimiento... y se le apareó.
Desmirriado era el desconocido y muy, muy alto. La barba aguda, renegrida. A
los costados de la cara, retorcidos esmeradísimamente, largos mostachos le
sobresalían.
A Rodríguez le
chocó aquel no darse cuenta el hombre de que, con lo flaco que estaba y lo
entecado del semblante, tamaña atención a los bigotes no le sentaba.
-¿Va para aquellos lados, mozo?
-le llegó con melosidad.
Con el
agregado de semejante acento, no precisó más Rodríguez para retirar la mano de
la culata. Y ya sin el menor interés por saber quién era el importuno, lo dejó,
no más, formarle yunta y siguió su avance a través de la gran claridad, la
vista entre las orejas de su zaino, fija.
- ¡Lo que son las cosas, parece
mentira!... ¡Te vi caer al paso, mirá... y simpaticé enseguida!
Le clavó un
ojo Rodríguez, incomodado por el tuteo, al tiempo que el interlocutor le
lanzaba, también al sesgo una mirada que era un cuchillo de punta, pero que se
contrajo al hallar la del otro, y de golpe, quedó cual la del cordero.
-Por eso, por eso, por ser vos,
es que me voy al grano, derecho. ¿Te gusta la mujer? Decí Rodríguez, ¿te gusta?
Brusco escozor
le hizo componer el pecho a Rodríguez, más se quedó sin respuesta el indiscreto. Y como la desazón le removió su fastidio,
Rodríguez volvió a carraspear, esta vez con mayor dureza. Tanto que,
inclinándose a un lado del zaino, escupió.
- Alegrate, alegrate mucho,
Rodríguez – seguía el ofertante mientras en el mejor de los mundos, se atusaba
sin tocarse la cara, una guía del bigote.
–Te puedo poner a tus pies a la mujer de tus
deseos. ¿Te gusta el oro?... Agenciate latas, Rodríguez, y botijos, y te los lleno
toditos. ¿Te gusta el poder, que también es lindo? Al momento, sin apearte del
zaino, quedarás hecho comisario o jefe político o coronel. General, no,
Rodríguez porque esos puestos los tengo reservados. Pero de ahí para abajo...
no tenés más que elegir.
Muy fastidiado
por el parloteo, seguía mudo, siempre, siempre sosteniendo la mirada hacia
adelante, Rodríguez.
-Mirá, vos no precisás más que
abrir la boca...
-¡Pucha que tiene poderes,
usted!- fue a decir, Rodríguez; pero se contuvo para ver si, a silencio,
aburría al cargoso.
Este, que un
momento aguardó tan siquiera una palabra, sintióse invadido como por el estupor.
Se acariciaba la barba; de reojo miró dos o tres veces al otro... Después, su
cabeza se abatió sobre el pecho, pensando con intensidad. Y pareció que se le
había tapado la boca.
Asimismo bajo
la ancha blancura, ¡qué silencio, ahora, al paso de los jinetes y de sus
sombras tan nítidas! De golpe pareció que todo lo capaz de turbarlo había
fugado lejos, cada cual con su ruido.
A las cuadras,
la mano de Rodríguez asomó por el costado del poncho con tabaquera y con chala,
Sin abandonar el trote se puso a liar. Entonces, en brusca resolución el de los
bigotes rozó con la espuela a su oscuro que casi se dio contra unos espinillos.
Separado un
poco así, pero manteniendo la marcha a fin de no quedarse atrás, fue que dijo:
-¿Dudás, Rodríguez? ¡Fijate en mi
negro viejo!
Y siguió
cabalgando en un tordillo como leche. Seguro de que, ahora sí, había pasmado a
Rodríguez y no queriendo darle tiempo a reaccionar, sacó de entre los pliegues
del poncho el largo brazo puro hueso, sin espinarse manoteó una rama de tala y
señaló, soberbio:
-¡Mirá!
La rama se
hizo víbora, se debatió brillando en la noche al querer librarse de tan flaca
mano que la oprimía por el medio y, cuando con altanería el forastero la arrojó
lejos, ella se perdió a los silbidos entre los pastos.
Registrábase
Rodríguez en procura de su yesquero. Al acompañante, sorprendido del propósito,
le fulguraron los ojos. Pero apeló al poco de calma que le quedaba, se adelantó
a la intención y dijo con forzada solicitud, otra vez muy montado en el oscuro:
-¡No te molestés! ¡Servite fuego,
Rodríguez!
Frotó la yema
del índice con la del dedo gordo. Al punto una azulada llamita brotó entre
ellos. Corrióla entonces hacia la uña del pulgar y, así, allí paradita, la
presentó como en palmatoria. Ya el cigarro en la boca, al fuego la acercó
Rodríguez inclinando la cabeza, y aspiró.
-¿Y?... ¿Qué me decís, ahora?
-Esas son pruebas- murmuró entre
la amplia humada Rodríguez, siempre pensando qué hacer para sacarse de encima
al pegajoso.
Sobre el ánimo
del jinete del oscuro la expresión fue un baldazo de agua fría. Cuando
consiguió recobrarse, pudo seguir, con creciente ahínco, la mente hecha un
volcán.
-¿Ah, sí? ¿Con que pruebas, no?
¿Y esto?
Ahora miró de
lleno Rodríguez, y afirmó en las riendas al zaino, temeroso de que se le
abrieran de una cornada. Porque el importuno andaba a los corcovos en un toro
cimarrón, presentado con tanto fuego en los ojos que milagro parecía no le
estuviera ya echando humo el cuero.
-¿Y esto otro? ¡Mirá qué aletas,
Rodríguez!- se prolongó, casi hecho imploración, en la noche.
Ya no era toro
lo que montaba el seductor, era bagre. Sujetándolo de los bigotes un instante,
y espoleándolo asimismo hasta hacerlo bufar, su jinete lo lanzó como luz a dar
vueltas en torno a Rodríguez. Pero Rodríguez seguía trotando. Pescado, por
grande que fuera, no tenía peligro para el zainito.
-Hablame, Rodríguez, ¿y esto?...
¡por favor, fijate bien!... ¿Eh?... ¡Fijate!
-¿Eso? Mágica, eso.
Con su jinete
abrazándole la cabeza para no desplomarse del brusco sofrenazo, el bagre quedó
clavado de cola.
-¡Te vas a la puta que te parió!
Y mientras el
zainito -hasta donde no llegó la exclamación por haber surgido entre un ahogo-
seguía muy campante bajo la blanca, tan blanca luna tomando distancia, el otra
vez oscuro, al sentir enterrársele las espuelas, giró en dos patas enseñando
los dientes, para volver a apostar a su jinete entre los sauces del Paso.
Francisco Espínola.
viernes, 21 de febrero de 2014
Uruguay del 900
Debemos
tener en cuenta que fue a mediados del siglo XIX que el mundo Europeo
estaba viviendo uno de los mayores cambios sociales, económicos y
tecnológicos que explicó gran parte del desenfreno del sigo siguiente.
Estamos hablando de la Revolución Industrial.
Este
proceso revolucionario no fue ajeno a la mentalidad de nuestro país. El
Uruguay, desde antes de su creación, fue un estado ganadero y rural,
pero también un lugar de incansables luchas sociales y políticas que
marcaron el siglo XIX. Precisamente, estas luchas se daban en el campo y
dejaban como saldo un Uruguay desbastado en la campaña. Así es que las
clases sociales, dueñas de las tierras, y ya cansadas de las luchas,
cuando estas empezaron a no convenirles, exigieron un gobierno fuerte
que impusiera la paz que se necesitaba para producir.
Así
fue que el Uruguay se modernizó, evolucionó demográfica, tecnológica,
política, económica, social y culturalmente, acompasándose con todo esto
a la Europa capitalista. Fue la época del militarismo de Latorre, el
gobierno fuerte que las clases conservadoras pedían, el que permitió
este desarrollo.
Obviamente
esta modernización comenzó en el campo con la merinización, es decir la
explotación ovina. Siguió con el cercamiento de los campos y la
aceleración del mestizaje ovino y vacuno. La última etapa es la creación
del ferrocarril que permitía el transporte de la producción ganadera.
De esta manera se sustituyó al estanciero caudillo por el estanciero
empresario.
Esta
nueva figura de estanciero empresario, exigía también un nuevo cambio
social. El gaucho, hombre “bárbaro”, pasó ahora a ser un contrabandista,
y él encarnó los vicios que la sociedad necesitaba erradicar: el ocio,
el juego, el escándalo. La opción de la vagancia desaparece en este
mundo, y el gaucho o se civiliza y se convierte en peón o termina
marginado en “pueblos de ratas” en el cinturón pobre de la ciudad.
Cuatro clases sociales aparecen en este Uruguay moderno:
1.
Los estancieros y los comerciantes, que vendrían a ser la burguesía
local, la clase conservadora, la que impulsa o exige la paz política. La
clase enriquecida por esta modernidad, que termina siendo la que sienta
los valores de esta nueva sensibilidad del 1900. El concepto que
manejan en su discurso es el del Progreso: el hombre está destinado
irremediablemente a avanzar hacia la felicidad, y la ciencia y la
tecnología contribuyen a ello.
2.
Los sectores populares. A estos sectores, el discurso del Progreso no
les convence, porque no son ellos los beneficiarios de los dividendos
del capital. En el discurso de la burguesía el trabajo lleva al hombre
al progreso, y ellos ven cómo trabajando no llegan a nada más que más
pobreza. Su discurso empieza a ser influenciado por otras miradas. No
olvidemos que Marx y Bakunin ya han expuesto sus teorías en Europa. Así
que a estos sectores se los observa con miedo por la posible
insubordinación, esa que antes se asociaba a la haraganería, y ahora se
ve en las huelgas y las asociaciones sindicales.
3.
Europeos, capitalistas, que llegan a invertir al país como una
consecuencia del Imperialismo de la revolución Industrial. Ellos
necesitan mercados para mover su capital, así que serán los primeros en
impulsar, entre otras cosas, el adelanto del ferrocarril. Serán pues los
que afianzarán el orden burgués.
4.
Por último, los inmigrantes que se dejan influir por el espectáculo de
la vida criolla “fácil”, pero que se encuentran luego entre los sectores
populares. Aportarán nuevos valores, porque vienen a sobrevivir, y
tendrán un ansia de asenso social, que pondrá a los sectores populares
en una situación muy cercana a la marginación.
El
Estado se modernizó y volvió efectivo y real su poder de coacción. La
Iglesia pasó a ser un vehículo eficaz de propaganda en pro de la
contención de los “desenfrenos” y la escuela imprimió la obediencia y
los valores necesarios para sostener a este nuevo Uruguay burgués. Era
necesario crear una nueva sensibilidad que reprimiera o erradicara los
vicios de la sensibilidad “bárbara”. Estos nuevos dioses que se
impulsarán ahora, van en perfecta concordancia con los deseos burgueses.
Estos serán: el trabajo, el ahorro, el orden, la salud, la higiene.
Todo esto conlleva una represión de los deseos, de los sentimientos y
sus manifestaciones demasiado estruendosas, del ocio, del juego. Lo que
Barrán llamó: El disciplinamiento.
El disciplinamiento:
El
disciplinamiento es la época en que se manejaba a las personas por
sentimientos como los de vergüenza, culpa y disciplina. Se trata de
cambiar los parámetros de la cultura “bárbara” por una cultura
“civilizada”, así se impone:
- La gravedad y el “empaque”, al cuerpo libre y desnudo.
- El puritanismo, el recato, el pudor, a la sexualidad.
- El trabajo, al ocio excesivo.
- Se oculta la muerte alejándola o embelleciéndola, porque mostrarla crudamente sería un acto “bárbaro”.
- Esta época se horroriza ante el castigo de niños, delincuentes y clases trabajadoras, pero prefiere reprimir sus almas.
- Exhorta
a la intimidad, “la vida privada” como un castillo inexpugnable para
refrenar las tendencias bárbaras de exteriorizar el yo y sus
sentimientos. Claro está que esto permitió toda clase de hipocresías. Se
miraba la vida de los otros, pero “a puertas cerradas” cualquier cosa
podía suceder. Lo importante era mantener las apariencias. “No se debe
ser, sino parecer” decía un libro de ortografía de la época.
- Impuso el pudor y el recato como norma sagrada que no sólo debía afectar al cuerpo, sino también al alma.
La mujer:
El
problema de los sexos en esta época debe verse como una lucha de poder.
La mujer es vista como un misterio para el hombre, ya que tenía el
poder de levantarlo o de arruinarlo. Por lo tanto, convenía a esta
sociedad patriarcal y burguesa, que la mujer fuera sometida y dominada,
es decir “convertida en subalterna del padre, el esposo o el hermano
mayor” (Barrán)
La
mujer en el 900 fue “diabolizada” o “divinizada”. La primera se
asociaba a la imagen de Eva, la tentadora y la que se dejó tentar. La
mujer “divinizada” es la que se acerca a la imagen de “la Virgen María”.
“De este modo” dice Barrán, “la madre fue madre “abnegada”; la compañera del hombre, esposa “casta”;
el biológico contacto de la mujer con el mundo de la materia y la
naturaleza (la concepción), fue misterio peligroso y acechante; y la
especificidad de su sexualidad, la hizo ver como araña devoradora
gastadora de la “energía” masculina y el dinero del hombre, cuando no
como testigo de los decaecimientos de su poder, de sus impotencias”.
Las
instituciones de la época apoyaban esta idea de que era necesario
manejar a la mujer. Monseñor Mariano Soler sostenía: la mujer no podía
quedar librada “a su propio albedrío”, por eso el padre la entregaba al
esposo a fin de “someterla a una dulce pero firme y poderosa tutela”. De
otro modo se perdería “ese ser débil, perteneciente a un sexo que si
bien es susceptible de todo género de virtudes (…) tiene más peligros
con las seducciones de la novedad o con el atractivo de los placeres”.
“La
mujer era diabólica sobre todo porque se identificaba con la tentación
sexual. Para el burgués que quería dominador absoluto, la mujer
equivalía a la pasión más poderosa del corazón humano (…) La mujer era
un factor inquietante y turbador de la paz interior del burgués. Por
ello, como a la sexualidad, de quien era enviada, había que dominarla,
vigilarla y obligarla a que se identificara con los roles que el hombre
imponía” (…) “La diabolización de la mujer se basaba en que su
sexualidad podía poner en discusión el poder del hombre, su auto estima y
a la vez su estima social. (…) Por todo ello el hombre necesitaba
controlar a la mujer. El burgués construyó una imagen de la mujer ideal y
procuró que las mujeres la internalizasen”.(Barrán)
Esta
imagen implicaba no sólo la sumisión, era preparada para ser madre
abnegada; mujer económica (importante sobre todo si consideramos que el
principal interés del burgués es la plata), ordenada y trabajadora en el
manejo de la casa; modesta, virtuosa y púdica con su cuerpo. Debía,
ante todo, respeto y veneración a su marido, que era cabeza del hogar, y
quien tomaba las decisiones importantes en él, y era quien tenía la
patria potestad de sus hijos y la ley de su lado.
Era
lógico pensar que la mujer no debía trabajar. Si lo hacía, los trabajos
admitidos eran el de maestra por el vínculo que existe entre esa
profesión y el rol de madre. Podía también hacer costura dentro del
hogar para vender fuera en alguna tienda. No se pensaba en la mujer
trabajadora en una tienda o en la fábrica, porque “en vez de llevar esa
vida oculta, abrigada, púdica (…) y que es tan necesaria a su felicidad
y a la nuestra misma, vive bajo el dominio de un patrón, en medio de
compañeras de moralidad dudosa, en contacto perpetuo con hombres,
separada de su marido y sus hijos”. Estos trabajos quedaron relegados
para las mujeres de las clases populares, que se vieron expuestas a un
sin fin de humillaciones sociales y morales.
El
pudor, el recato era un requisito de la mujer virtuosa, y este derivaba
de la culpa, de la vergüenza ante la desnudez del cuerpo y del alma. El
pudor implicaba honestidad, y se mostraba ocultando las “dotes”
corporales con una vestimenta “decente”, además de sumirse en el
silencio o simplemente mantener conversaciones llanas, pues la mujer
“sabihonda” era “varona” y desagradable al hombre por querer competir
con él. El estudio en la mujer estaba, por supuesto, muy mal visto,
sobre todo si tenemos en cuenta que lo que se está jugando aquí es el
poder.
Debía
parecer tonta ante la sociedad, casi como una muñeca que servía de
trofeo para el hombre. Por lo tanto, en la intimidad se le estaba negado
el placer. Su relaciones sexuales debían estar restringidas al sólo
motivo de procrear, y en la cama ella debía asumir una posición pasiva,
ya que el fin del matrimonio es hacer hijos. Los camisones fenisculares
de las mujeres eran muy largos, con mangas y, a veces, una abertura en
el centro. En alguna oportunidad se les bordaba: “No lo hago por placer
sino por deber”.
Un
texto de Galeano, llamado “Muñecas” del libro “Memorias del fuego: el
siglo del viento” ilustra claramente la vida de la mujer de principio de
siglo.
“Una
señorita como es debido sirve al padre y a los hermanos como servirá al
marido, y no hace ni dice nada sin pedir permiso. Si tiene dinero o
buena cuna, acude a misa de siete y pasa el día aprendiendo a dar
órdenes a la servidumbre negra, cocineras, sirvientas, nodrizas,
niñeras, lavanderas, y haciendo labores de aguja y bolillo. A veces
recibe amigas, y hasta se atreve a recomendar alguna descocada novela
susurrando:
- Si vieras cómo me hizo llorar…
Dos
veces a la semana, en la tardecita, pasa algunas horas escuchando al
novio sin mirarlo y sin permitir que se le arrime, ambos sentados en el
sofá ante la atenta mirada de la tía. Todas las noches, antes de
acostarse, reza las avemarías del rosario y se aplica en el cutir una
infusión de pétalos de jazmín macerados en agua de lluvia al claro de
luna.
Si
el novio la abandona, ella se convierte súbitamente en tía y queda en
consecuencia condenada a vestir santos y difuntos y recién nacidos, a
vigilar novios, a cuidar enfermos, a dar catecismo y a suspirar por las
noches, en la soledad de la cama, contemplando el retrato del
desdeñoso”.
Bibliografía:
Barrán, José Pedro. “Historia de la sensibilidad en el Uruguay”
Galeano, Eduardo. “Memorias del fuego: el siglo del viento”Prof. Paola De Nigris
Generacion del 900
La crítica ha polemizado durante años sobre la llamada
Generación del 900, por lo que resulta un tema un tanto escabroso. Podríamos
empezar por mencionar algunas definiciones planteadas por Rodríguez Monegal
sobre qué es una generación.
En este trabajo él cita algunos autores que van completando
un concepto de generación.
Dithey dice: “una generación es un estrecho círculo de
individuos que, mediante su dependencia de los mismos grandes hechos y cambios
que se presentaron en la época de su receptividad, forma un todo homogéneo a
pesar de la diversidad de otros factores”.
Lo que tuvieron en común esta generación no fue solamente
que muchos de ellos se conocieron, e incluso se peleaban, sino que compartieron
sus textos y creaciones literarias, sintiéndose diferentes y especiales en el
mundo hipócrita que les tocó vivir.
Wechssler señala: “a distancias desiguales, se presentaron
promociones nuevas, mejor dicho, los voceros y cabecillas de una nueva juventud
que se hallan tratado íntimamente por supuesto similares, debido a la situación
temporal y, externamente, por su nacimiento dentro de un término limitado de
años”.
Habitualmente se dice que una generación sería “coetáneos”
que comparten una zona de fechas, por lo general entre unos quince años antes o
quince años después de 1900. Por esas fechas publicaron y fueron las figuras
más relevantes del momento.
Ortega y Gasset decía: “Las variaciones de la sensibilidad
vital que son decisivas en la historia se presentan bajo la forma de
generación. Una generación no es un puñado de hombres egregios ni simplemente
una masa: es como un nuevo cuerpo social íntegro, con sus minorías selectas y
su muchedumbre, que ha sido lanzado sobre el ámbito de la existencia con una
trayectoria vital determinada.” “Cada generación postula un cambio en el mundo.
La afinidad no procede tanto de ellos como de verse obligados a vivir en un
mundo que tiene una forma determinada y única”.
Estos conceptos de Ortega y Gasset arrojan luz a esta
generación. Son coetáneos, porque comparten una forma de ver el mundo, una
sensibilidad en común, y postulan un cambio de visión. Podría decirse que lo
que une a esta generación es el deseo de escandalizar al burgués, de reírse,
criticar, denunciar la sociedad pacata e hipócrita que les tocó vivir. Su lema
es la rebeldía, y lo hacen desde un lugar despreciativo a todo este mundo de
plástico.
Decía Carlos María Domínguez en una entrevista: “Eran vistos
como europeizantes, con un grado de afectación que los excluía de la cultura
criolla. Educados en colegios privados, salen una manga de degenerados que
prueban el opio y que se dedican a mirar a otro lado cuando debían cantar loas
a la Patria y a la construcción de la Nación. La suya es la historia de los
primeros intelectuales ofuscados con las tradiciones del Río de la Plata”.
Es evidente que esta generación pago un precio muy caro por
su descaro. La mayoría de ellos terminaron con muertes jóvenes o desterrados,
encerrados y hasta suicidándose. El más provocador de todos, que curiosamente
fue el que duró más, Roberto de las Carreras, terminó loco en un hospital de
Paysandú.
Uno de los elementos que los unió en un principio fue la
moda del modernismo. Se dejaron fascinar por la publicación del nicaragüense
Rubén Darío, quien marcó un “principio” (aunque esto también es discutible) con
su libro “Azul”.
Las nuevas modas, las críticas a la sociedad, llevaron a una
efervescencia cultural poco antes vista. Los poetas se juntaban en cafés
literarios, en cenáculos, en “La torre de los Panoramas” (casa de Herrera y
Reissig) y compartían sus creaciones. Escribían en folletines, en columnas de
periódicos, se insultaban y debatían con altura, hasta que tal ya no podía
sostenerse, entonces podían llegar al duelo. Y a veces eso sólo empezaba por
una simple apreciación de la poesía del otro.
De esta generación podemos rescatar algunos nombres muy
conocidos:
En la narrativa a Quiroga y a Vianna. En la lírica a
Delmira, María Eugenia Vaz Ferreira, Julio Herrera y Reissig y Roberto de las
Carreras. En dramática a Florencio Sánchez. Y en el ensayo a Rodó y a Carlos
Vaz Ferreira.
Fuentes consultadas:
- Emir Rodríguez Monegal. La generación del 900. En número,
año 2, n°6-7-8, p.37-64
- Diario "La nación" Publicado en la ed. impresa:
Cultura. Lunes 8 de enero de 2007. La historia de Roberto de las Carreras,
poeta "maldito" del 1900. "Era un dandy que enfrentó a la moral
victoriana de su tiempo". Entrevista a Carlos María Domínguez.
- Carlos María Domínguez. "El Bastardo"
Prof. Paola De Nigris
La miel silvestre (video)
Observa el video y dime: ¿que relacion tiene lo que se narra en el video con la musica de fondo ?
miércoles, 12 de febrero de 2014
La miel silvestre
Tengo
en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce años, y en
consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne, dieron en la rica empresa de
abandonar su casa para ir a vivir al monte. Este queda a dos leguas de la ciudad.
Allí vivirían primitivamente de la caza y la pesca. Cierto es que los dos
muchachos no se habían acordado particularmente de llevar escopetas ni
anzuelos; pero de todos modos el bosque estaba allí, con su libertad como
fuente de dicha, y sus peligros como encanto.
Desgraciadamente,
al segundo día fueron hallados por quienes les buscaban. Estaban bastante
atónitos todavía, no poco débiles, y con gran asombro de sus hermanos
menores--iniciados también en Julio Verne--sabían aún andar en dos pies y recordaban
el habla.
Acaso,
sin embargo, la aventura de los dos robinsones fuera más formal, a haber tenido
como teatro otro bosque menos dominguero. Las escapatorias llevan aquí en
Misiones a límites imprevistos, y a tal extremo arrastró a Gabriel Benincasa el
orgullo de sus strom-boot.
Benincasa,
habiendo concluído sus estudios de contaduría pública, sintió fulminante deseo
de conocer la vida de la selva. No que su temperamento fuera ese, pues antes
bien era un muchacho pacífico, gordinflón y de cara uniformemente rosada, en
razón de gran bienestar. En consecuencia, lo suficientemente cuerdo para
preferir un té con leche y pastelitos a quién sabe qué fortuita e infernal
comida del bosque. Pero así como el soltero que fué siempre juicioso, cree de
su deber, la víspera de sus bodas, despedirse de la vida libre con una noche de
orgía en compañía de sus amigos, de igual modo Benincasa quiso honrar su vida
aceitada con dos o tres choques de vida intensa. Y por este motivo remontaba el
Paraná hasta un obraje, con sus famosos strom-boot.
Apenas
salido de Corrientes, había calzado sus botas fuertes, pues los yacarés de la
orilla calentaban ya el paisaje. Mas a pesar de ello el contador público
cuidaba mucho de su calzado, evitándole arañazos y sucios contactos.
De
este modo llegó al obraje de su padrino, y a la hora tuvo éste que contener el
desenfado de su ahijado.
--¿A dónde vas
ahora?--le había preguntado sorprendido.
--Al monte; quiero
recorrerlo un poco--repuso Benincasa, que acababa de colgarse el winchester al
hombro.
--¡Pero infeliz! no vas
a poder dar un paso. Sigue la picada, si quieres... O mejor, deja esa arma y
mañana te haré acompañar por un peón.
Benincasa
renunció. No obstante, fué hasta la vera del bosque y se detuvo. Intentó
vagamente un paso adentro, y quedó quieto. Metióse las manos en los bolsillos,
y miró detenidamente aquella inextricable maraña, silbando débilmente aires
truncos. Después de observar de nuevo el bosque a uno y otro lado, retornó
bastante desilusionado.
Al
día siguiente, sin embargo, recorrió la picada central por espacio de una
legua, y aunque su fusil volvió profundamente dormido, Benincasa no deploró el
paseo. Las fieras llegarían poco a poco.
Llegaron
éstas a la segunda noche--aunque de un carácter singular.
Dormía
profundamente, cuando fué despertado por su padrino.
--¡Eh, dormilón!
levántate que te van a comer vivo.
Benincasa
se sentó bruscamente en la cama, alucinado por la luz de los tres faroles de
viento que se movían de un lado a otro en la pieza. Su padrino y dos peones
regaban el piso.
--¿Qué hay, qué
hay?--preguntó, echándose al suelo.
--Nada... cuidado con
los pies; la corrección.
Benincasa
había sido ya enterado de las curiosas hormigas a que llamamos la corrección. Son pequeñas, negras,
brillantes, y marchan velozmente en ríos más o menos anchos. Son esencialmente
carnívoras. Avanzan devorando todo lo que encuentran a su paso: arañas,
grillos, alacranes, sapos, víboras, y a cuanto ser no puede resistirles. No hay
animal, por grande y fuerte que sea, que no huya de ellas. Su entrada en una
casa supone la exterminación absoluta de todo ser viviente, pues no hay rincón
ni agujero profundo donde no se precipite el río devorador. Los perros aullan,
los bueyes mugen, y es forzoso abandonarles la casa, a trueque de ser roído en
diez horas hasta el esqueleto. Permanecen en el lugar uno, dos, hasta cinco
días, según su riqueza en insectos, carne o grasa. Una vez devorado todo, se
van.
No
resisten sin embargo a la creolina o droga similar, y como en el obraje
abundaba aquella, antes de una hora quedó libre de la corrección.
Benincasa
se observaba muy de cerca en los pies la placa lívida de la mordedura.
--Pican muy fuerte,
realmente--dijo sorprendido, levantando la cabeza a su padrino.
Este,
para quien la observación no tenía ya ningún valor, no respondió, felicitándose
en cambio de haber contenido a tiempo la invasión. Benincasa reanudó el sueño,
aunque sobresaltado toda la noche por pesadillas tropicales.
Al
día siguiente se fué al monte, esta vez con un machete, pues había concluído
por comprender que tal expediente le sería en el monte mucho más útil que el
fusil. Cierto es que su pulso no era maravilloso y su acierto, mucho menos.
Pero de todos modos lograba trozar las ramas, azotarse la cara y cortarse las
botas, todo en uno.
El
monte crepuscular y silencioso lo cansó pronto. Dábale la impresión--exacta por
lo demás--de un escenario visto de día. De la bullente vida tropical, no hay
más que el teatro helado; ni un animal, ni un pájaro, ni un ruido casi.
Benincasa volvía, cuando un sordo zumbido le llamó la atención. A diez metros
de él, en un tronco hueco, diminutas abejas aureolaban la entrada del agujero.
Se acercó con cautela, y vió en el fondo de la abertura diez o doce bolas
oscuras, del tamaño de un huevo.
--Esto es miel--se dijo
el contador público con íntima gula.--Deben de ser bolitas de cera, llenas de
miel...
Pero
entre él, Benincasa, y las bolsitas, estaban las abejas. Después de un momento
de desencanto, pensó en el fuego: levantaría una buena humareda. La suerte
quiso que mientras el ladrón acercaba cautelosamente la hojarasca húmeda,
cuatro o cinco abejas se posaran en su mano, sin picarlo. Benincasa cogió una
en seguida, y oprimiéndole el abdomen constató que no tenía aguijón. Su saliva,
ya liviana, se clarificó en milífica abundancia. ¡Maravillosos y buenos animalitos!
En
un instante el contador desprendió las bolsitas de cera, y alejándose un buen
trecho para escapar al pegajoso contacto de las abejas, se sentó en un raigón.
De las doce bolas, siete contenían polen. Pero las restantes estaban llenas de
miel, una miel oscura, de sombría transparencia, que Benincasa paladeó
golosamente. Sabía distintamente a algo. ¿A qué? El contador no pudo
precisarlo. Acaso a resina de frutales o de eucalipto. Y por igual motivo,
tenía la densa iel un vago dejo áspero. ¡Mas qué perfume, en cambio!
Benincasa,
una vez bien seguro de que sólo cinco bolsitas le serían útiles, comenzó. Su
idea era sencilla: tener suspendido el panal goteante sobre su boca. Pero como
la miel era espesa, tuvo que agrandar el agujero, después de haber permanecido
medio minuto con la boca inútilmente abierta. Entonces la miel asomó,
adelgazándose en pesado hilo hasta la lengua del contador.
Uno
tras otro, los cinco panales se vaciaron así dentro de la boca de Benincasa.
Fué inútil que prolongara la suspensión y mucho más que repasara los globos
exhaustos; tuvo que resignarse.
Entretanto,
la sostenida posición de la cabeza en alto lo había mareado un poco. Pesado de
miel, quieto y los ojos bien abiertos, Benincasa consideró de nuevo el monte
crepuscular. Los árboles y el suelo tomaban posturas por demás oblicuas, y su
cabeza acompañaba el vaivén del paisaje.
--Qué curioso
mareo...--pensó el contador--y lo peor es...
Al
levantarse e intentar dar un paso, se había visto obligado a caer de nuevo
sobre el tronco. ¡Sentía su cuerpo de plomo, sobre todo las piernas, como si
estuvieran inmensamente hinchadas. Y los pies y las manos le hormigueaban.
--¡Es muy raro, muy
raro, muy raro!--se repitió estúpidamente
Benincasa,
sin escrudiñar sin embargo el motivo de esa rareza.—Como si tuviera hormigas...
la corrección--concluyó. Y de pronto la respiración se le cortó en seco, de espanto.
--¡Debe de ser la
miel!... ¡Es venenosa!... ¡Estoy envenenado!
Y
a un segundo esfuerzo para incorporarse, se le erizó el cabello de terror; no
había podido ni aún moverse. Ahora la sensación de plomo y el hormigueo subían
hasta la cintura. Durante un rato el horror de morir allí, miserablemente solo,
lejos de su madre y sus amigos, le cohibió todo medio de defensa.
--¡Voy a morir
ahora!... ¡De aquí a un rato voy a morir!... ¡Ya no puedo mover la mano!...
En
su pánico constató sin embargo que no tenía fiebre ni ardor de garganta, y el
corazón y pulmones conservaban su ritmo normal. Su angustia cambió de forma.
--¡Estoy paralítico, es
la parálisis! ¡Y no me van a encontrar!...
Pero
una invencible somnolencia comenzaba a apoderarse de él, dejándole íntegras sus
facultades, a la par que el mareo se aceleraba. Creyó así notar que el suelo
oscilante se volvía negro y se agitaba vertiginosamente. Otra vez subió a su
memoria el recuerdo de la corrección, y en su pensamiento se fijó como una
suprema angustia, la posibilidad de que eso negro que invadía el suelo...
Tuvo
aún fuerzas para arrancarse a ese último espanto, y de pronto lanzó un grito,
un verdadero alarido en que la voz del hombre recobra la tonalidad del niño
aterrado: por sus piernas trepaba un precipitado río de hormigas negras.
Alrededor de él la corrección devoradora oscurecía el suelo, y el contador
sintió por bajo el calzoncillo, el río de hormigas carnívoras que subían.
Su
padrino halló por fin dos días después, sin la menor partícula de carne, el
esqueleto cubierto de ropa de Benincasa. La corrección que merodeaba aún por
allí, y las bolsitas de cera, lo iluminaron suficientemente.
No
es común que la miel silvestre tenga esas propiedades narcóticas o paralizantes,
pero se la halla. Las flores con igual carácter abundan en el trópico, y ya el
sabor de la miel denuncia en la mayoría de los casos su condición--tal el dejo
a resina de eucalipto que creyó sentir Benincasa.
Horacio
Quiroga
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