viernes, 21 de febrero de 2014

Uruguay del 900



Debemos tener en cuenta que fue a mediados del siglo XIX que el mundo Europeo estaba viviendo uno de los mayores cambios sociales, económicos y tecnológicos que explicó gran parte del desenfreno del sigo siguiente. Estamos hablando de la Revolución Industrial.

Este proceso revolucionario no fue ajeno a la mentalidad de nuestro país. El Uruguay, desde antes de su creación, fue un estado ganadero y rural, pero también un lugar de incansables luchas sociales y políticas que marcaron el siglo XIX. Precisamente, estas luchas se daban en el campo y dejaban como saldo un Uruguay desbastado en la campaña. Así es que las clases sociales, dueñas de las tierras, y ya cansadas de las luchas, cuando estas empezaron a no convenirles, exigieron un gobierno fuerte que impusiera la paz que se necesitaba para producir.

Así fue que el Uruguay se modernizó, evolucionó demográfica, tecnológica, política, económica, social y culturalmente, acompasándose con todo esto a la Europa capitalista. Fue la época del militarismo de Latorre, el gobierno fuerte que las clases conservadoras pedían, el que permitió este desarrollo.

Obviamente esta modernización comenzó en el campo con la merinización, es decir la explotación ovina. Siguió con el cercamiento de los campos y la aceleración del mestizaje ovino y vacuno. La última etapa es la creación del ferrocarril que permitía el transporte de la producción ganadera. De esta manera se sustituyó al estanciero caudillo por el estanciero empresario.

Esta nueva figura de estanciero empresario, exigía también un nuevo cambio social. El gaucho, hombre “bárbaro”, pasó ahora a ser un contrabandista, y él encarnó los vicios que la sociedad necesitaba erradicar: el ocio, el juego, el escándalo. La opción de la vagancia desaparece en este mundo, y el gaucho o se civiliza y se convierte en peón o termina marginado en “pueblos de ratas” en el cinturón pobre de la ciudad.

Cuatro clases sociales aparecen en este Uruguay moderno:

1. Los estancieros y los comerciantes, que vendrían a ser la burguesía local, la clase conservadora, la que impulsa o exige la paz política. La clase enriquecida por esta modernidad, que termina siendo la que sienta los valores de esta nueva sensibilidad del 1900. El concepto que manejan en su discurso es el del Progreso: el hombre está destinado irremediablemente a avanzar hacia la felicidad, y la ciencia y la tecnología contribuyen a ello.

2. Los sectores populares. A estos sectores, el discurso del Progreso no les convence, porque no son ellos los beneficiarios de los dividendos del capital. En el discurso de la burguesía el trabajo lleva al hombre al progreso, y ellos ven cómo trabajando no llegan a nada más que más pobreza. Su discurso empieza a ser influenciado por otras miradas. No olvidemos que Marx y Bakunin ya han expuesto sus teorías en Europa. Así que a estos sectores se los observa con miedo por la posible insubordinación, esa que antes se asociaba a la haraganería, y ahora se ve en las huelgas y las asociaciones sindicales.

3. Europeos, capitalistas, que llegan a invertir al país como una consecuencia del Imperialismo de la revolución Industrial. Ellos necesitan mercados para mover su capital, así que serán los primeros en impulsar, entre otras cosas, el adelanto del ferrocarril. Serán pues los que afianzarán el orden burgués.

4. Por último, los inmigrantes que se dejan influir por el espectáculo de la vida criolla “fácil”, pero que se encuentran luego entre los sectores populares. Aportarán nuevos valores, porque vienen a sobrevivir, y tendrán un ansia de asenso social, que pondrá a los sectores populares en una situación muy cercana a la marginación.

El Estado se modernizó y volvió efectivo y real su poder de coacción. La Iglesia pasó a ser un vehículo eficaz de propaganda en pro de la contención de los “desenfrenos” y la escuela imprimió la obediencia y los valores necesarios para sostener a este nuevo Uruguay burgués. Era necesario crear una nueva sensibilidad que reprimiera o erradicara los vicios de la sensibilidad “bárbara”. Estos nuevos dioses que se impulsarán ahora, van en perfecta concordancia con los deseos burgueses. Estos serán: el trabajo, el ahorro, el orden, la salud, la higiene. Todo esto conlleva una represión de los deseos, de los sentimientos y sus manifestaciones demasiado estruendosas, del ocio, del juego. Lo que Barrán llamó: El disciplinamiento.

El disciplinamiento:

El disciplinamiento es la época en que se manejaba a las personas por sentimientos como los de vergüenza, culpa y disciplina. Se trata de cambiar los parámetros de la cultura “bárbara” por una cultura “civilizada”, así se impone:
-          La gravedad y el “empaque”, al cuerpo libre y desnudo.
-          El puritanismo, el recato, el pudor, a la sexualidad.
-          El trabajo, al ocio excesivo.
-       Se oculta la muerte alejándola o embelleciéndola, porque mostrarla crudamente sería un acto “bárbaro”.
-         Esta época se horroriza ante el castigo de niños, delincuentes y clases trabajadoras, pero prefiere reprimir sus almas.
-        Exhorta a la intimidad, “la vida privada” como un castillo inexpugnable para refrenar las tendencias bárbaras de exteriorizar el yo y sus sentimientos. Claro está que esto permitió toda clase de hipocresías. Se miraba la vida de los otros, pero “a puertas cerradas” cualquier cosa podía suceder. Lo importante era mantener las apariencias. “No se debe ser, sino parecer” decía un libro de ortografía de la época.
-         Impuso el pudor y el recato como norma sagrada que no sólo debía afectar al cuerpo, sino también al alma.

La mujer:

El problema de los sexos en esta época debe verse como una lucha de poder. La mujer es vista como un misterio para el hombre, ya que tenía el poder de levantarlo o de arruinarlo. Por lo tanto, convenía a esta sociedad patriarcal y burguesa, que la mujer fuera sometida y dominada, es decir “convertida en subalterna del padre, el esposo o el hermano mayor” (Barrán)

La mujer en el 900 fue “diabolizada” o “divinizada”. La primera se asociaba a la imagen de Eva, la tentadora y la que se dejó tentar. La mujer “divinizada” es la que se acerca a la imagen de “la Virgen María”. “De este modo” dice Barrán, “la madre fue madre “abnegada”; la compañera del hombre, esposa “casta”; el biológico contacto de la mujer con el mundo de la materia y la naturaleza (la concepción), fue misterio  peligroso y acechante; y la especificidad de su sexualidad, la hizo ver como araña devoradora gastadora de la “energía” masculina y el dinero del hombre, cuando no como testigo de los decaecimientos de su poder, de sus impotencias”.

Las instituciones de la época apoyaban esta idea de que era necesario manejar a la mujer. Monseñor Mariano Soler sostenía: la mujer  no podía quedar librada “a su propio albedrío”, por eso el padre la entregaba al esposo a fin de “someterla a una dulce pero firme y poderosa tutela”. De otro modo se perdería “ese ser débil, perteneciente a un sexo que si bien es susceptible de todo género de virtudes (…) tiene más peligros con las seducciones de la novedad o con el atractivo de los placeres”.

“La mujer era diabólica sobre todo porque se identificaba con la tentación sexual. Para el burgués que quería dominador absoluto, la mujer equivalía a la pasión más poderosa del corazón humano (…) La mujer era un factor inquietante y turbador de la paz interior del burgués. Por ello, como a la sexualidad, de quien era enviada, había que dominarla, vigilarla y obligarla a que se identificara con los roles que el hombre imponía” (…) “La diabolización de la mujer se basaba en que su sexualidad podía poner en discusión el poder del hombre, su auto estima y a la vez su estima social. (…) Por todo ello el hombre necesitaba controlar a la mujer. El burgués construyó una imagen de la mujer ideal y procuró que las mujeres la internalizasen”.(Barrán)

Esta imagen implicaba no sólo la sumisión, era preparada para ser madre abnegada; mujer económica (importante sobre todo si consideramos que el principal interés del burgués es la plata), ordenada y trabajadora en el manejo de la casa; modesta, virtuosa y púdica con su cuerpo. Debía, ante todo, respeto y veneración a su marido, que era cabeza del hogar, y quien tomaba las decisiones importantes en él, y era quien tenía la patria potestad de sus hijos y la ley de su lado.

Era lógico pensar que la mujer no debía trabajar. Si lo hacía, los trabajos admitidos eran el de maestra por el vínculo que existe entre esa profesión y el rol de madre. Podía también hacer costura dentro del hogar para vender fuera en alguna tienda. No se pensaba en la mujer trabajadora en una tienda o en la fábrica, porque “en vez de llevar esa vida oculta, abrigada, púdica (…) y que es tan necesaria  a su felicidad y a la nuestra misma, vive bajo el dominio de un patrón, en medio de compañeras de moralidad dudosa, en contacto perpetuo con hombres, separada de su marido y sus hijos”. Estos trabajos quedaron relegados para las mujeres de las clases populares, que se vieron expuestas a un sin fin de humillaciones sociales y morales.

El pudor, el recato era un requisito de la mujer virtuosa, y este derivaba de la culpa, de la vergüenza ante la desnudez del cuerpo y del alma. El pudor implicaba honestidad, y se mostraba ocultando las “dotes” corporales con una vestimenta “decente”, además de sumirse en el silencio o simplemente mantener conversaciones llanas, pues la mujer “sabihonda” era “varona” y desagradable al hombre por querer competir con él. El estudio en la mujer estaba, por supuesto, muy mal visto, sobre todo si tenemos en cuenta que lo que se está jugando aquí es el poder.

Debía parecer tonta ante la sociedad, casi como una muñeca que servía de trofeo para el hombre. Por lo tanto, en la intimidad se le estaba negado el placer. Su relaciones sexuales debían estar restringidas al sólo motivo de procrear, y en la cama ella debía asumir una posición pasiva, ya que el fin del matrimonio es hacer hijos. Los camisones fenisculares de las mujeres eran muy largos, con mangas y, a veces, una abertura en el centro. En alguna oportunidad se les bordaba: “No lo hago por placer sino por deber”.

Un texto de Galeano, llamado “Muñecas” del libro “Memorias del fuego: el siglo del viento” ilustra claramente la vida de la mujer de principio de siglo.

“Una señorita como es debido sirve al padre y a los hermanos como servirá al marido, y no hace ni dice nada sin pedir permiso. Si tiene dinero o buena cuna, acude a misa de siete y pasa el día aprendiendo a dar órdenes a la servidumbre negra, cocineras, sirvientas, nodrizas, niñeras, lavanderas, y haciendo labores de aguja y bolillo. A veces recibe amigas, y hasta se atreve a recomendar alguna descocada novela susurrando:

-          Si vieras cómo me hizo llorar…

Dos veces a la semana, en la tardecita, pasa algunas horas escuchando al novio sin mirarlo y sin permitir que se le arrime, ambos sentados en el sofá ante la atenta mirada de la tía. Todas las noches, antes de acostarse, reza las avemarías del rosario y se aplica en el cutir una infusión de pétalos de jazmín macerados en agua de lluvia al claro de luna.

Si el novio la abandona, ella se convierte súbitamente en tía y queda en consecuencia condenada a vestir santos y difuntos y recién nacidos, a vigilar novios, a cuidar enfermos, a dar catecismo y a suspirar por las noches, en la soledad de la cama, contemplando el retrato del desdeñoso”.

Bibliografía:

Barrán, José Pedro. “Historia de la sensibilidad en el Uruguay”
Galeano, Eduardo. “Memorias del fuego: el siglo del viento”

 Prof. Paola De Nigris

Generacion del 900





La crítica ha polemizado durante años sobre la llamada Generación del 900, por lo que resulta un tema un tanto escabroso. Podríamos empezar por mencionar algunas definiciones planteadas por Rodríguez Monegal sobre qué es una generación.

En este trabajo él cita algunos autores que van completando un concepto de generación.

Dithey dice: “una generación es un estrecho círculo de individuos que, mediante su dependencia de los mismos grandes hechos y cambios que se presentaron en la época de su receptividad, forma un todo homogéneo a pesar de la diversidad de otros factores”.

Lo que tuvieron en común esta generación no fue solamente que muchos de ellos se conocieron, e incluso se peleaban, sino que compartieron sus textos y creaciones literarias, sintiéndose diferentes y especiales en el mundo hipócrita que les tocó vivir.

Wechssler señala: “a distancias desiguales, se presentaron promociones nuevas, mejor dicho, los voceros y cabecillas de una nueva juventud que se hallan tratado íntimamente por supuesto similares, debido a la situación temporal y, externamente, por su nacimiento dentro de un término limitado de años”.

Habitualmente se dice que una generación sería “coetáneos” que comparten una zona de fechas, por lo general entre unos quince años antes o quince años después de 1900. Por esas fechas publicaron y fueron las figuras más relevantes del momento.

Ortega y Gasset decía: “Las variaciones de la sensibilidad vital que son decisivas en la historia se presentan bajo la forma de generación. Una generación no es un puñado de hombres egregios ni simplemente una masa: es como un nuevo cuerpo social íntegro, con sus minorías selectas y su muchedumbre, que ha sido lanzado sobre el ámbito de la existencia con una trayectoria vital determinada.” “Cada generación postula un cambio en el mundo. La afinidad no procede tanto de ellos como de verse obligados a vivir en un mundo que tiene una forma determinada y única”.

Estos conceptos de Ortega y Gasset arrojan luz a esta generación. Son coetáneos, porque comparten una forma de ver el mundo, una sensibilidad en común, y postulan un cambio de visión. Podría decirse que lo que une a esta generación es el deseo de escandalizar al burgués, de reírse, criticar, denunciar la sociedad pacata e hipócrita que les tocó vivir. Su lema es la rebeldía, y lo hacen desde un lugar despreciativo a todo este mundo de plástico.

Decía Carlos María Domínguez en una entrevista: “Eran vistos como europeizantes, con un grado de afectación que los excluía de la cultura criolla. Educados en colegios privados, salen una manga de degenerados que prueban el opio y que se dedican a mirar a otro lado cuando debían cantar loas a la Patria y a la construcción de la Nación. La suya es la historia de los primeros intelectuales ofuscados con las tradiciones del Río de la Plata”.

Es evidente que esta generación pago un precio muy caro por su descaro. La mayoría de ellos terminaron con muertes jóvenes o desterrados, encerrados y hasta suicidándose. El más provocador de todos, que curiosamente fue el que duró más, Roberto de las Carreras, terminó loco en un hospital de Paysandú.

Uno de los elementos que los unió en un principio fue la moda del modernismo. Se dejaron fascinar por la publicación del nicaragüense Rubén Darío, quien marcó un “principio” (aunque esto también es discutible) con su libro “Azul”.

Las nuevas modas, las críticas a la sociedad, llevaron a una efervescencia cultural poco antes vista. Los poetas se juntaban en cafés literarios, en cenáculos, en “La torre de los Panoramas” (casa de Herrera y Reissig) y compartían sus creaciones. Escribían en folletines, en columnas de periódicos, se insultaban y debatían con altura, hasta que tal ya no podía sostenerse, entonces podían llegar al duelo. Y a veces eso sólo empezaba por una simple apreciación de la poesía del otro.

De esta generación podemos rescatar algunos nombres muy conocidos:

En la narrativa a Quiroga y a Vianna. En la lírica a Delmira, María Eugenia Vaz Ferreira, Julio Herrera y Reissig y Roberto de las Carreras. En dramática a Florencio Sánchez. Y en el ensayo a Rodó y a Carlos Vaz Ferreira.



Fuentes consultadas:
 
- Emir Rodríguez Monegal. La generación del 900. En número, año 2, n°6-7-8, p.37-64
- Diario "La nación" Publicado en la ed. impresa: Cultura. Lunes 8 de enero de 2007. La historia de Roberto de las Carreras, poeta "maldito" del 1900. "Era un dandy que enfrentó a la moral victoriana de su tiempo". Entrevista a Carlos María Domínguez.
- Carlos María Domínguez. "El Bastardo"


Prof. Paola De Nigris

La correccion.

La miel silvestre (video)



Observa el video y dime: ¿que relacion tiene lo que se narra en el video con la musica de fondo ?

miércoles, 12 de febrero de 2014

La miel silvestre




Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce años, y en consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne, dieron en la rica empresa de abandonar su casa para ir a vivir al monte. Este queda a dos leguas de la ciudad. Allí vivirían primitivamente de la caza y la pesca. Cierto es que los dos muchachos no se habían acordado particularmente de llevar escopetas ni anzuelos; pero de todos modos el bosque estaba allí, con su libertad como fuente de dicha, y sus peligros como encanto.
Desgraciadamente, al segundo día fueron hallados por quienes les buscaban. Estaban bastante atónitos todavía, no poco débiles, y con gran asombro de sus hermanos menores--iniciados también en Julio Verne--sabían aún andar en dos pies y recordaban el habla.
Acaso, sin embargo, la aventura de los dos robinsones fuera más formal, a haber tenido como teatro otro bosque menos dominguero. Las escapatorias llevan aquí en Misiones a límites imprevistos, y a tal extremo arrastró a Gabriel Benincasa el orgullo de sus strom-boot.
Benincasa, habiendo concluído sus estudios de contaduría pública, sintió fulminante deseo de conocer la vida de la selva. No que su temperamento fuera ese, pues antes bien era un muchacho pacífico, gordinflón y de cara uniformemente rosada, en razón de gran bienestar. En consecuencia, lo suficientemente cuerdo para preferir un té con leche y pastelitos a quién sabe qué fortuita e infernal comida del bosque. Pero así como el soltero que fué siempre juicioso, cree de su deber, la víspera de sus bodas, despedirse de la vida libre con una noche de orgía en compañía de sus amigos, de igual modo Benincasa quiso honrar su vida aceitada con dos o tres choques de vida intensa. Y por este motivo remontaba el Paraná hasta un obraje, con sus famosos strom-boot.
Apenas salido de Corrientes, había calzado sus botas fuertes, pues los yacarés de la orilla calentaban ya el paisaje. Mas a pesar de ello el contador público cuidaba mucho de su calzado, evitándole arañazos y sucios contactos.
De este modo llegó al obraje de su padrino, y a la hora tuvo éste que contener el desenfado de su ahijado.
--¿A dónde vas ahora?--le había preguntado sorprendido.
--Al monte; quiero recorrerlo un poco--repuso Benincasa, que acababa de colgarse el winchester al hombro.
--¡Pero infeliz! no vas a poder dar un paso. Sigue la picada, si quieres... O mejor, deja esa arma y mañana te haré acompañar por un peón.
Benincasa renunció. No obstante, fué hasta la vera del bosque y se detuvo. Intentó vagamente un paso adentro, y quedó quieto. Metióse las manos en los bolsillos, y miró detenidamente aquella inextricable maraña, silbando débilmente aires truncos. Después de observar de nuevo el bosque a uno y otro lado, retornó bastante desilusionado.
Al día siguiente, sin embargo, recorrió la picada central por espacio de una legua, y aunque su fusil volvió profundamente dormido, Benincasa no deploró el paseo. Las fieras llegarían poco a poco.
Llegaron éstas a la segunda noche--aunque de un carácter singular.
Dormía profundamente, cuando fué despertado por su padrino.
--¡Eh, dormilón! levántate que te van a comer vivo.

Benincasa se sentó bruscamente en la cama, alucinado por la luz de los tres faroles de viento que se movían de un lado a otro en la pieza. Su padrino y dos peones regaban el piso.
--¿Qué hay, qué hay?--preguntó, echándose al suelo.
--Nada... cuidado con los pies; la corrección.
Benincasa había sido ya enterado de las curiosas hormigas a que llamamos  la corrección. Son pequeñas, negras, brillantes, y marchan velozmente en ríos más o menos anchos. Son esencialmente carnívoras. Avanzan devorando todo lo que encuentran a su paso: arañas, grillos, alacranes, sapos, víboras, y a cuanto ser no puede resistirles. No hay animal, por grande y fuerte que sea, que no huya de ellas. Su entrada en una casa supone la exterminación absoluta de todo ser viviente, pues no hay rincón ni agujero profundo donde no se precipite el río devorador. Los perros aullan, los bueyes mugen, y es forzoso abandonarles la casa, a trueque de ser roído en diez horas hasta el esqueleto. Permanecen en el lugar uno, dos, hasta cinco días, según su riqueza en insectos, carne o grasa. Una vez devorado todo, se van.
No resisten sin embargo a la creolina o droga similar, y como en el obraje abundaba aquella, antes de una hora quedó libre de la corrección.
Benincasa se observaba muy de cerca en los pies la placa lívida de la mordedura.
--Pican muy fuerte, realmente--dijo sorprendido, levantando la cabeza a su padrino.
Este, para quien la observación no tenía ya ningún valor, no respondió, felicitándose en cambio de haber contenido a tiempo la invasión. Benincasa reanudó el sueño, aunque sobresaltado toda la noche por pesadillas tropicales.
Al día siguiente se fué al monte, esta vez con un machete, pues había concluído por comprender que tal expediente le sería en el monte mucho más útil que el fusil. Cierto es que su pulso no era maravilloso y su acierto, mucho menos. Pero de todos modos lograba trozar las ramas, azotarse la cara y cortarse las botas, todo en uno.
El monte crepuscular y silencioso lo cansó pronto. Dábale la impresión--exacta por lo demás--de un escenario visto de día. De la bullente vida tropical, no hay más que el teatro helado; ni un animal, ni un pájaro, ni un ruido casi. Benincasa volvía, cuando un sordo zumbido le llamó la atención. A diez metros de él, en un tronco hueco, diminutas abejas aureolaban la entrada del agujero. Se acercó con cautela, y vió en el fondo de la abertura diez o doce bolas oscuras, del tamaño de un huevo.
--Esto es miel--se dijo el contador público con íntima gula.--Deben de ser bolitas de cera, llenas de miel...
Pero entre él, Benincasa, y las bolsitas, estaban las abejas. Después de un momento de desencanto, pensó en el fuego: levantaría una buena humareda. La suerte quiso que mientras el ladrón acercaba cautelosamente la hojarasca húmeda, cuatro o cinco abejas se posaran en su mano, sin picarlo. Benincasa cogió una en seguida, y oprimiéndole el abdomen constató que no tenía aguijón. Su saliva, ya liviana, se clarificó en milífica abundancia. ¡Maravillosos y buenos animalitos!
En un instante el contador desprendió las bolsitas de cera, y alejándose un buen trecho para escapar al pegajoso contacto de las abejas, se sentó en un raigón. De las doce bolas, siete contenían polen. Pero las restantes estaban llenas de miel, una miel oscura, de sombría transparencia, que Benincasa paladeó golosamente. Sabía distintamente a algo. ¿A qué? El contador no pudo precisarlo. Acaso a resina de frutales o de eucalipto. Y por igual motivo, tenía la densa iel un vago dejo áspero. ¡Mas qué perfume, en cambio!

Benincasa, una vez bien seguro de que sólo cinco bolsitas le serían útiles, comenzó. Su idea era sencilla: tener suspendido el panal goteante sobre su boca. Pero como la miel era espesa, tuvo que agrandar el agujero, después de haber permanecido medio minuto con la boca inútilmente abierta. Entonces la miel asomó, adelgazándose en pesado hilo hasta la lengua del contador.
Uno tras otro, los cinco panales se vaciaron así dentro de la boca de Benincasa. Fué inútil que prolongara la suspensión y mucho más que repasara los globos exhaustos; tuvo que resignarse.
Entretanto, la sostenida posición de la cabeza en alto lo había mareado un poco. Pesado de miel, quieto y los ojos bien abiertos, Benincasa consideró de nuevo el monte crepuscular. Los árboles y el suelo tomaban posturas por demás oblicuas, y su cabeza acompañaba el vaivén del paisaje.
--Qué curioso mareo...--pensó el contador--y lo peor es...
Al levantarse e intentar dar un paso, se había visto obligado a caer de nuevo sobre el tronco. ¡Sentía su cuerpo de plomo, sobre todo las piernas, como si estuvieran inmensamente hinchadas. Y los pies y las manos le hormigueaban.
--¡Es muy raro, muy raro, muy raro!--se repitió estúpidamente
Benincasa, sin escrudiñar sin embargo el motivo de esa rareza.—Como si tuviera hormigas... la corrección--concluyó. Y de pronto la respiración se le cortó en seco, de espanto.
--¡Debe de ser la miel!... ¡Es venenosa!... ¡Estoy envenenado!
Y a un segundo esfuerzo para incorporarse, se le erizó el cabello de terror; no había podido ni aún moverse. Ahora la sensación de plomo y el hormigueo subían hasta la cintura. Durante un rato el horror de morir allí, miserablemente solo, lejos de su madre y sus amigos, le cohibió todo medio de defensa.
--¡Voy a morir ahora!... ¡De aquí a un rato voy a morir!... ¡Ya no puedo mover la mano!...
En su pánico constató sin embargo que no tenía fiebre ni ardor de garganta, y el corazón y pulmones conservaban su ritmo normal. Su angustia cambió de forma.
--¡Estoy paralítico, es la parálisis! ¡Y no me van a encontrar!...
Pero una invencible somnolencia comenzaba a apoderarse de él, dejándole íntegras sus facultades, a la par que el mareo se aceleraba. Creyó así notar que el suelo oscilante se volvía negro y se agitaba vertiginosamente. Otra vez subió a su memoria el recuerdo de la corrección, y en su pensamiento se fijó como una suprema angustia, la posibilidad de que eso negro que invadía el suelo...
Tuvo aún fuerzas para arrancarse a ese último espanto, y de pronto lanzó un grito, un verdadero alarido en que la voz del hombre recobra la tonalidad del niño aterrado: por sus piernas trepaba un precipitado río de hormigas negras. Alrededor de él la corrección devoradora oscurecía el suelo, y el contador sintió por bajo el calzoncillo, el río de hormigas carnívoras que subían.
            Su padrino halló por fin dos días después, sin la menor partícula de carne, el esqueleto cubierto de ropa de Benincasa. La corrección que merodeaba aún por allí, y las bolsitas de cera, lo iluminaron suficientemente.
No es común que la miel silvestre tenga esas propiedades narcóticas o paralizantes, pero se la halla. Las flores con igual carácter abundan en el trópico, y ya el sabor de la miel denuncia en la mayoría de los casos su condición--tal el dejo a resina de eucalipto  que creyó sentir Benincasa.

Horacio Quiroga

Decálogo del perfecto cuentista





I
Cree en un maestro -Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en Dios mismo.

II
Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.

III
Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia

IV
Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.

V
No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.

VI
Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el río soplaba el viento frío", no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.

VII
No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.

VIII
Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.

IX
No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino

X
No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.


Horacio Quiroga