(…)Un cuento, en última instancia,
se mueve en ese plano del hombre donde la vida y la expresión escrita de esa
vida libran una batalla fraternal, si se me permite el término; y el resultado
de esa batalla es el cuento mismo, una síntesis viviente a la vez que una vida
sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una
fugacidad en una permanencia. Solo con imágenes se puede trasmitir esa alquimia
secreta que explica la profunda resonancia que un gran cuento tiene entre
nosotros, y que explica también por qué hay muchos cuentos verdaderamente
grandes.
Para entender el carácter peculiar del
cuento se le suele comparara con la novela, género mucho más popular y sobre el
cual abundan las preceptivas. Se señala, por ejemplo, que la novela se
desarrolla en el papel, y por lo tanto en el tiempo de la lectura, sin otro
límite que el agotamiento de la materia novelada; por su parte, el cuento parte
de la noción de límite, y en primer término de límite físico, al punto que en
Francia, cuando un cuento excede las veinte páginas, toma ya el nombre de
nouvelle, género a caballo entre el cuento y la novela propiamente dicha. En
ese sentido, al novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine
y la fotografía, en la medida en que una película es en principio un “orden
abierto”, novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida
limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara
y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación. No sé
si ustedes han oído hablar de su arte a un fotógrafo profesional; a mí siempre
me ha sorprendido el que se exprese tal como podría hacerlo un cuentista en
muchos aspectos. Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o de un Brasai
definen su arte como una aparente paradoja: la de recortar un fragmento de la
realidad, fijándolo determinados límites, pero de manera tal que ese recorte
actúe como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia,
como una visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado por
la cámara. Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad
más amplia y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales,
acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el “clímax” de
la obra, en una fotografía o en un cuento de gran calidad se procede
inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a
escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no
solamente valgan por sí mismos, sino que sean capaces de actuar en el
espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento que
proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucha más allá de
la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento. Un
escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese combate que se
entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por
puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out. Es cierto, en la
medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector,
mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las
primeras frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque el buen
cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden
parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias
más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran,
y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos
gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder
acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es
trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del
espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin
embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento
tienen que estar como condenados, sometidos a una alta presión espiritual y formal
para provocar esa “apertura” a que me refería antes. Basta preguntarse por qué
un determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en literatura no
hay temas buenos ni temas malos, solamente hay un buen o un mal tratamiento del
tema. (…) Un cuento es malo cuando se lo
escribe sin esa tensión que debe manifestarse desde las primeras palabras o las
primeras escenas. Y así podemos adelantar ya que las nociones de significación,
de intensidad y de tensión han de permitirnos, como se verá, acercarnos mejor a
la estructura misma del cuento.
Decíamos
que el cuentista trabaja con un material que calificamos de significativo. El
elemento significativo del cuento parecería residir principalmente en su tema,
en el hecho de escoger un acaecimiento real o fingido que posea esa misteriosa
propiedad de irradiar algo más allá de sí mismo, al punto que un vulgar
episodio doméstico, como ocurre en tantos admirables relatos (…) y se convierte
en el resumen implacable de una cierta condición humana, o en el símbolo
quemante de un orden social o histórico. Un cuento es significativo cuando
quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina
bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable
anécdota que cuenta. (…)La idea de
significación no puede tener sentido si no la relacionamos con las de
intensidad y de tensión, que ya no se refieren solamente al tema sino al
tratamiento literario de ese tema, a la técnica empleada para desarrollar el
tema. Y es aquí donde, bruscamente, se produce el deslinde entre el buen y el
mal cuentista. Por eso habremos de detenernos con todo el cuidado posible en
esta encrucijada, para tratar de entender un poco más esa extraña forma de vida
que es un cuento logrado, y ver por qué está vivo mientras otros, que
aparentemente se le parecen, no son más que tinta sobre papel, alimento para el
olvido.
Un
cuentista es un hombre que de pronto, rodeado de la inmensa algarabía del
mundo, comprometido en mayor o en menor grado con la realidad histórica que lo
contiene, escoge un determinado tema y hace con él un cuento. Este escoger un
tema no es tan sencillo. A veces el cuentista escoge, y otras veces siente como
si el tema se le impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. En mi
caso, la gran mayoría de mis cuentos fueron escritos —cómo decirlo— al margen
de mi voluntad, por encima o por debajo de mi consciencia razonante, como si yo
no fuera más que un médium por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza
ajena. Pero eso, que puede depender del temperamento de cada uno, no altera el
hecho esencial, y es que en un momento dado hay tema, ya sea inventado o
escogido voluntariamente, o extrañamente impuesto desde un plano donde nada es
definible. Hay tema, repito, y ese tema va a volverse cuento.
A
mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es siempre excepcional,
pero no quiero decir con esto que un tema deba de ser extraordinario, fuera de
lo común, misterioso o insólito. Muy al contrario, puede tratarse de una
anécdota perfectamente trivial y cotidiana. Lo excepcional reside en una
cualidad parecida a la del imán; un buen tema atrae todo un sistema de
relaciones conexas, coagula en el autor, y más tarde en el lector, una inmensa
cantidad de nociones, entrevisiones, sentimientos y hasta ideas que flotan
virtualmente en su memoria o su sensibilidad; un buen tema es como un sol, un
astro en torno al cual gira un sistema planetario del que muchas veces no se
tenía consciencia hasta que el cuentista, astrónomo de palabras, nos revela su
existencia. O bien, para ser más modestos y más actuales a la vez, un buen tema
tiene algo de sistema atómico, de núcleo en torno al cual giran los electrones
(…)
He
aquí al cuentista, que ha escogido un tema valiéndose de esas sutiles antenas
que le permiten reconocer los elementos que luego habrán de convertirse en obra
de arte. El cuentista está frente a su tema, frente a ese embrión que ya es
vida, pero que no ha adquirido todavía su forma definitiva. Para él ese tema
tiene sentido, tiene significación. Pero si todo se redujera a eso, de poco
serviría; ahora, como último término del proceso, como juez implacable, está
esperando el lector, el eslabón final del proceso creador, el cumplimiento o
fracaso del ciclo. Y es entonces que el cuento tiene que nacer puente, tiene
que nacer pasaje, tiene que dar el salto que proyecte la significación inicial,
descubierta por el autor, a ese extremo más pasivo y menos vigilante y muchas
veces hasta indiferente que se llama lector. Los cuentistas inexpertos suelen caer
en la ilusión de imaginar que les basta escribir lisa y llanamente un tema que
los ha conmovido, para conmover a su turno a los lectores. Incurren en la
ingenuidad de aquel que encuentra bellísimo a su hijo, y da por supuesto que
todos los demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el
cuentista capaz de superar esa primera etapa ingenua, aprende que en la
literatura no bastan las buenas intenciones. Descubre que para volver a crear
en el lector esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario
un oficio de escritor, y que ese oficio consiste, entre muchas otras cosas, en
lograr ese clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que
atrapa la atención, que aisla al lector de todo lo que lo rodea para después,
terminado el cuento, volver a conectarlo con sus circuntancias de una manera
nueva, enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única forma en que puede
conseguirse este secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo basado
en la intensidad y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y
expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su
forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único,
inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su
sentido más primordial. Lo que llamo intensidad en un cuento consiste en la
eliminación de todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos
o fases de transición que la novela permite e incluso exige.
Julio
Cortázar
(Originalmente publicado en Diez años de la revista “Casa de las
Américas”, nº 60, julio 1970, La Habana)
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