viernes, 21 de febrero de 2014

Uruguay del 900



Debemos tener en cuenta que fue a mediados del siglo XIX que el mundo Europeo estaba viviendo uno de los mayores cambios sociales, económicos y tecnológicos que explicó gran parte del desenfreno del sigo siguiente. Estamos hablando de la Revolución Industrial.

Este proceso revolucionario no fue ajeno a la mentalidad de nuestro país. El Uruguay, desde antes de su creación, fue un estado ganadero y rural, pero también un lugar de incansables luchas sociales y políticas que marcaron el siglo XIX. Precisamente, estas luchas se daban en el campo y dejaban como saldo un Uruguay desbastado en la campaña. Así es que las clases sociales, dueñas de las tierras, y ya cansadas de las luchas, cuando estas empezaron a no convenirles, exigieron un gobierno fuerte que impusiera la paz que se necesitaba para producir.

Así fue que el Uruguay se modernizó, evolucionó demográfica, tecnológica, política, económica, social y culturalmente, acompasándose con todo esto a la Europa capitalista. Fue la época del militarismo de Latorre, el gobierno fuerte que las clases conservadoras pedían, el que permitió este desarrollo.

Obviamente esta modernización comenzó en el campo con la merinización, es decir la explotación ovina. Siguió con el cercamiento de los campos y la aceleración del mestizaje ovino y vacuno. La última etapa es la creación del ferrocarril que permitía el transporte de la producción ganadera. De esta manera se sustituyó al estanciero caudillo por el estanciero empresario.

Esta nueva figura de estanciero empresario, exigía también un nuevo cambio social. El gaucho, hombre “bárbaro”, pasó ahora a ser un contrabandista, y él encarnó los vicios que la sociedad necesitaba erradicar: el ocio, el juego, el escándalo. La opción de la vagancia desaparece en este mundo, y el gaucho o se civiliza y se convierte en peón o termina marginado en “pueblos de ratas” en el cinturón pobre de la ciudad.

Cuatro clases sociales aparecen en este Uruguay moderno:

1. Los estancieros y los comerciantes, que vendrían a ser la burguesía local, la clase conservadora, la que impulsa o exige la paz política. La clase enriquecida por esta modernidad, que termina siendo la que sienta los valores de esta nueva sensibilidad del 1900. El concepto que manejan en su discurso es el del Progreso: el hombre está destinado irremediablemente a avanzar hacia la felicidad, y la ciencia y la tecnología contribuyen a ello.

2. Los sectores populares. A estos sectores, el discurso del Progreso no les convence, porque no son ellos los beneficiarios de los dividendos del capital. En el discurso de la burguesía el trabajo lleva al hombre al progreso, y ellos ven cómo trabajando no llegan a nada más que más pobreza. Su discurso empieza a ser influenciado por otras miradas. No olvidemos que Marx y Bakunin ya han expuesto sus teorías en Europa. Así que a estos sectores se los observa con miedo por la posible insubordinación, esa que antes se asociaba a la haraganería, y ahora se ve en las huelgas y las asociaciones sindicales.

3. Europeos, capitalistas, que llegan a invertir al país como una consecuencia del Imperialismo de la revolución Industrial. Ellos necesitan mercados para mover su capital, así que serán los primeros en impulsar, entre otras cosas, el adelanto del ferrocarril. Serán pues los que afianzarán el orden burgués.

4. Por último, los inmigrantes que se dejan influir por el espectáculo de la vida criolla “fácil”, pero que se encuentran luego entre los sectores populares. Aportarán nuevos valores, porque vienen a sobrevivir, y tendrán un ansia de asenso social, que pondrá a los sectores populares en una situación muy cercana a la marginación.

El Estado se modernizó y volvió efectivo y real su poder de coacción. La Iglesia pasó a ser un vehículo eficaz de propaganda en pro de la contención de los “desenfrenos” y la escuela imprimió la obediencia y los valores necesarios para sostener a este nuevo Uruguay burgués. Era necesario crear una nueva sensibilidad que reprimiera o erradicara los vicios de la sensibilidad “bárbara”. Estos nuevos dioses que se impulsarán ahora, van en perfecta concordancia con los deseos burgueses. Estos serán: el trabajo, el ahorro, el orden, la salud, la higiene. Todo esto conlleva una represión de los deseos, de los sentimientos y sus manifestaciones demasiado estruendosas, del ocio, del juego. Lo que Barrán llamó: El disciplinamiento.

El disciplinamiento:

El disciplinamiento es la época en que se manejaba a las personas por sentimientos como los de vergüenza, culpa y disciplina. Se trata de cambiar los parámetros de la cultura “bárbara” por una cultura “civilizada”, así se impone:
-          La gravedad y el “empaque”, al cuerpo libre y desnudo.
-          El puritanismo, el recato, el pudor, a la sexualidad.
-          El trabajo, al ocio excesivo.
-       Se oculta la muerte alejándola o embelleciéndola, porque mostrarla crudamente sería un acto “bárbaro”.
-         Esta época se horroriza ante el castigo de niños, delincuentes y clases trabajadoras, pero prefiere reprimir sus almas.
-        Exhorta a la intimidad, “la vida privada” como un castillo inexpugnable para refrenar las tendencias bárbaras de exteriorizar el yo y sus sentimientos. Claro está que esto permitió toda clase de hipocresías. Se miraba la vida de los otros, pero “a puertas cerradas” cualquier cosa podía suceder. Lo importante era mantener las apariencias. “No se debe ser, sino parecer” decía un libro de ortografía de la época.
-         Impuso el pudor y el recato como norma sagrada que no sólo debía afectar al cuerpo, sino también al alma.

La mujer:

El problema de los sexos en esta época debe verse como una lucha de poder. La mujer es vista como un misterio para el hombre, ya que tenía el poder de levantarlo o de arruinarlo. Por lo tanto, convenía a esta sociedad patriarcal y burguesa, que la mujer fuera sometida y dominada, es decir “convertida en subalterna del padre, el esposo o el hermano mayor” (Barrán)

La mujer en el 900 fue “diabolizada” o “divinizada”. La primera se asociaba a la imagen de Eva, la tentadora y la que se dejó tentar. La mujer “divinizada” es la que se acerca a la imagen de “la Virgen María”. “De este modo” dice Barrán, “la madre fue madre “abnegada”; la compañera del hombre, esposa “casta”; el biológico contacto de la mujer con el mundo de la materia y la naturaleza (la concepción), fue misterio  peligroso y acechante; y la especificidad de su sexualidad, la hizo ver como araña devoradora gastadora de la “energía” masculina y el dinero del hombre, cuando no como testigo de los decaecimientos de su poder, de sus impotencias”.

Las instituciones de la época apoyaban esta idea de que era necesario manejar a la mujer. Monseñor Mariano Soler sostenía: la mujer  no podía quedar librada “a su propio albedrío”, por eso el padre la entregaba al esposo a fin de “someterla a una dulce pero firme y poderosa tutela”. De otro modo se perdería “ese ser débil, perteneciente a un sexo que si bien es susceptible de todo género de virtudes (…) tiene más peligros con las seducciones de la novedad o con el atractivo de los placeres”.

“La mujer era diabólica sobre todo porque se identificaba con la tentación sexual. Para el burgués que quería dominador absoluto, la mujer equivalía a la pasión más poderosa del corazón humano (…) La mujer era un factor inquietante y turbador de la paz interior del burgués. Por ello, como a la sexualidad, de quien era enviada, había que dominarla, vigilarla y obligarla a que se identificara con los roles que el hombre imponía” (…) “La diabolización de la mujer se basaba en que su sexualidad podía poner en discusión el poder del hombre, su auto estima y a la vez su estima social. (…) Por todo ello el hombre necesitaba controlar a la mujer. El burgués construyó una imagen de la mujer ideal y procuró que las mujeres la internalizasen”.(Barrán)

Esta imagen implicaba no sólo la sumisión, era preparada para ser madre abnegada; mujer económica (importante sobre todo si consideramos que el principal interés del burgués es la plata), ordenada y trabajadora en el manejo de la casa; modesta, virtuosa y púdica con su cuerpo. Debía, ante todo, respeto y veneración a su marido, que era cabeza del hogar, y quien tomaba las decisiones importantes en él, y era quien tenía la patria potestad de sus hijos y la ley de su lado.

Era lógico pensar que la mujer no debía trabajar. Si lo hacía, los trabajos admitidos eran el de maestra por el vínculo que existe entre esa profesión y el rol de madre. Podía también hacer costura dentro del hogar para vender fuera en alguna tienda. No se pensaba en la mujer trabajadora en una tienda o en la fábrica, porque “en vez de llevar esa vida oculta, abrigada, púdica (…) y que es tan necesaria  a su felicidad y a la nuestra misma, vive bajo el dominio de un patrón, en medio de compañeras de moralidad dudosa, en contacto perpetuo con hombres, separada de su marido y sus hijos”. Estos trabajos quedaron relegados para las mujeres de las clases populares, que se vieron expuestas a un sin fin de humillaciones sociales y morales.

El pudor, el recato era un requisito de la mujer virtuosa, y este derivaba de la culpa, de la vergüenza ante la desnudez del cuerpo y del alma. El pudor implicaba honestidad, y se mostraba ocultando las “dotes” corporales con una vestimenta “decente”, además de sumirse en el silencio o simplemente mantener conversaciones llanas, pues la mujer “sabihonda” era “varona” y desagradable al hombre por querer competir con él. El estudio en la mujer estaba, por supuesto, muy mal visto, sobre todo si tenemos en cuenta que lo que se está jugando aquí es el poder.

Debía parecer tonta ante la sociedad, casi como una muñeca que servía de trofeo para el hombre. Por lo tanto, en la intimidad se le estaba negado el placer. Su relaciones sexuales debían estar restringidas al sólo motivo de procrear, y en la cama ella debía asumir una posición pasiva, ya que el fin del matrimonio es hacer hijos. Los camisones fenisculares de las mujeres eran muy largos, con mangas y, a veces, una abertura en el centro. En alguna oportunidad se les bordaba: “No lo hago por placer sino por deber”.

Un texto de Galeano, llamado “Muñecas” del libro “Memorias del fuego: el siglo del viento” ilustra claramente la vida de la mujer de principio de siglo.

“Una señorita como es debido sirve al padre y a los hermanos como servirá al marido, y no hace ni dice nada sin pedir permiso. Si tiene dinero o buena cuna, acude a misa de siete y pasa el día aprendiendo a dar órdenes a la servidumbre negra, cocineras, sirvientas, nodrizas, niñeras, lavanderas, y haciendo labores de aguja y bolillo. A veces recibe amigas, y hasta se atreve a recomendar alguna descocada novela susurrando:

-          Si vieras cómo me hizo llorar…

Dos veces a la semana, en la tardecita, pasa algunas horas escuchando al novio sin mirarlo y sin permitir que se le arrime, ambos sentados en el sofá ante la atenta mirada de la tía. Todas las noches, antes de acostarse, reza las avemarías del rosario y se aplica en el cutir una infusión de pétalos de jazmín macerados en agua de lluvia al claro de luna.

Si el novio la abandona, ella se convierte súbitamente en tía y queda en consecuencia condenada a vestir santos y difuntos y recién nacidos, a vigilar novios, a cuidar enfermos, a dar catecismo y a suspirar por las noches, en la soledad de la cama, contemplando el retrato del desdeñoso”.

Bibliografía:

Barrán, José Pedro. “Historia de la sensibilidad en el Uruguay”
Galeano, Eduardo. “Memorias del fuego: el siglo del viento”

 Prof. Paola De Nigris

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