Debemos
tener en cuenta que fue a mediados del siglo XIX que el mundo Europeo
estaba viviendo uno de los mayores cambios sociales, económicos y
tecnológicos que explicó gran parte del desenfreno del sigo siguiente.
Estamos hablando de la Revolución Industrial.
Este
proceso revolucionario no fue ajeno a la mentalidad de nuestro país. El
Uruguay, desde antes de su creación, fue un estado ganadero y rural,
pero también un lugar de incansables luchas sociales y políticas que
marcaron el siglo XIX. Precisamente, estas luchas se daban en el campo y
dejaban como saldo un Uruguay desbastado en la campaña. Así es que las
clases sociales, dueñas de las tierras, y ya cansadas de las luchas,
cuando estas empezaron a no convenirles, exigieron un gobierno fuerte
que impusiera la paz que se necesitaba para producir.
Así
fue que el Uruguay se modernizó, evolucionó demográfica, tecnológica,
política, económica, social y culturalmente, acompasándose con todo esto
a la Europa capitalista. Fue la época del militarismo de Latorre, el
gobierno fuerte que las clases conservadoras pedían, el que permitió
este desarrollo.
Obviamente
esta modernización comenzó en el campo con la merinización, es decir la
explotación ovina. Siguió con el cercamiento de los campos y la
aceleración del mestizaje ovino y vacuno. La última etapa es la creación
del ferrocarril que permitía el transporte de la producción ganadera.
De esta manera se sustituyó al estanciero caudillo por el estanciero
empresario.
Esta
nueva figura de estanciero empresario, exigía también un nuevo cambio
social. El gaucho, hombre “bárbaro”, pasó ahora a ser un contrabandista,
y él encarnó los vicios que la sociedad necesitaba erradicar: el ocio,
el juego, el escándalo. La opción de la vagancia desaparece en este
mundo, y el gaucho o se civiliza y se convierte en peón o termina
marginado en “pueblos de ratas” en el cinturón pobre de la ciudad.
Cuatro clases sociales aparecen en este Uruguay moderno:
1.
Los estancieros y los comerciantes, que vendrían a ser la burguesía
local, la clase conservadora, la que impulsa o exige la paz política. La
clase enriquecida por esta modernidad, que termina siendo la que sienta
los valores de esta nueva sensibilidad del 1900. El concepto que
manejan en su discurso es el del Progreso: el hombre está destinado
irremediablemente a avanzar hacia la felicidad, y la ciencia y la
tecnología contribuyen a ello.
2.
Los sectores populares. A estos sectores, el discurso del Progreso no
les convence, porque no son ellos los beneficiarios de los dividendos
del capital. En el discurso de la burguesía el trabajo lleva al hombre
al progreso, y ellos ven cómo trabajando no llegan a nada más que más
pobreza. Su discurso empieza a ser influenciado por otras miradas. No
olvidemos que Marx y Bakunin ya han expuesto sus teorías en Europa. Así
que a estos sectores se los observa con miedo por la posible
insubordinación, esa que antes se asociaba a la haraganería, y ahora se
ve en las huelgas y las asociaciones sindicales.
3.
Europeos, capitalistas, que llegan a invertir al país como una
consecuencia del Imperialismo de la revolución Industrial. Ellos
necesitan mercados para mover su capital, así que serán los primeros en
impulsar, entre otras cosas, el adelanto del ferrocarril. Serán pues los
que afianzarán el orden burgués.
4.
Por último, los inmigrantes que se dejan influir por el espectáculo de
la vida criolla “fácil”, pero que se encuentran luego entre los sectores
populares. Aportarán nuevos valores, porque vienen a sobrevivir, y
tendrán un ansia de asenso social, que pondrá a los sectores populares
en una situación muy cercana a la marginación.
El
Estado se modernizó y volvió efectivo y real su poder de coacción. La
Iglesia pasó a ser un vehículo eficaz de propaganda en pro de la
contención de los “desenfrenos” y la escuela imprimió la obediencia y
los valores necesarios para sostener a este nuevo Uruguay burgués. Era
necesario crear una nueva sensibilidad que reprimiera o erradicara los
vicios de la sensibilidad “bárbara”. Estos nuevos dioses que se
impulsarán ahora, van en perfecta concordancia con los deseos burgueses.
Estos serán: el trabajo, el ahorro, el orden, la salud, la higiene.
Todo esto conlleva una represión de los deseos, de los sentimientos y
sus manifestaciones demasiado estruendosas, del ocio, del juego. Lo que
Barrán llamó: El disciplinamiento.
El disciplinamiento:
El
disciplinamiento es la época en que se manejaba a las personas por
sentimientos como los de vergüenza, culpa y disciplina. Se trata de
cambiar los parámetros de la cultura “bárbara” por una cultura
“civilizada”, así se impone:
- La gravedad y el “empaque”, al cuerpo libre y desnudo.
- El puritanismo, el recato, el pudor, a la sexualidad.
- El trabajo, al ocio excesivo.
- Se oculta la muerte alejándola o embelleciéndola, porque mostrarla crudamente sería un acto “bárbaro”.
- Esta época se horroriza ante el castigo de niños, delincuentes y clases trabajadoras, pero prefiere reprimir sus almas.
- Exhorta
a la intimidad, “la vida privada” como un castillo inexpugnable para
refrenar las tendencias bárbaras de exteriorizar el yo y sus
sentimientos. Claro está que esto permitió toda clase de hipocresías. Se
miraba la vida de los otros, pero “a puertas cerradas” cualquier cosa
podía suceder. Lo importante era mantener las apariencias. “No se debe
ser, sino parecer” decía un libro de ortografía de la época.
- Impuso el pudor y el recato como norma sagrada que no sólo debía afectar al cuerpo, sino también al alma.
La mujer:
El
problema de los sexos en esta época debe verse como una lucha de poder.
La mujer es vista como un misterio para el hombre, ya que tenía el
poder de levantarlo o de arruinarlo. Por lo tanto, convenía a esta
sociedad patriarcal y burguesa, que la mujer fuera sometida y dominada,
es decir “convertida en subalterna del padre, el esposo o el hermano
mayor” (Barrán)
La
mujer en el 900 fue “diabolizada” o “divinizada”. La primera se
asociaba a la imagen de Eva, la tentadora y la que se dejó tentar. La
mujer “divinizada” es la que se acerca a la imagen de “la Virgen María”.
“De este modo” dice Barrán, “la madre fue madre “abnegada”; la compañera del hombre, esposa “casta”;
el biológico contacto de la mujer con el mundo de la materia y la
naturaleza (la concepción), fue misterio peligroso y acechante; y la
especificidad de su sexualidad, la hizo ver como araña devoradora
gastadora de la “energía” masculina y el dinero del hombre, cuando no
como testigo de los decaecimientos de su poder, de sus impotencias”.
Las
instituciones de la época apoyaban esta idea de que era necesario
manejar a la mujer. Monseñor Mariano Soler sostenía: la mujer no podía
quedar librada “a su propio albedrío”, por eso el padre la entregaba al
esposo a fin de “someterla a una dulce pero firme y poderosa tutela”. De
otro modo se perdería “ese ser débil, perteneciente a un sexo que si
bien es susceptible de todo género de virtudes (…) tiene más peligros
con las seducciones de la novedad o con el atractivo de los placeres”.
“La
mujer era diabólica sobre todo porque se identificaba con la tentación
sexual. Para el burgués que quería dominador absoluto, la mujer
equivalía a la pasión más poderosa del corazón humano (…) La mujer era
un factor inquietante y turbador de la paz interior del burgués. Por
ello, como a la sexualidad, de quien era enviada, había que dominarla,
vigilarla y obligarla a que se identificara con los roles que el hombre
imponía” (…) “La diabolización de la mujer se basaba en que su
sexualidad podía poner en discusión el poder del hombre, su auto estima y
a la vez su estima social. (…) Por todo ello el hombre necesitaba
controlar a la mujer. El burgués construyó una imagen de la mujer ideal y
procuró que las mujeres la internalizasen”.(Barrán)
Esta
imagen implicaba no sólo la sumisión, era preparada para ser madre
abnegada; mujer económica (importante sobre todo si consideramos que el
principal interés del burgués es la plata), ordenada y trabajadora en el
manejo de la casa; modesta, virtuosa y púdica con su cuerpo. Debía,
ante todo, respeto y veneración a su marido, que era cabeza del hogar, y
quien tomaba las decisiones importantes en él, y era quien tenía la
patria potestad de sus hijos y la ley de su lado.
Era
lógico pensar que la mujer no debía trabajar. Si lo hacía, los trabajos
admitidos eran el de maestra por el vínculo que existe entre esa
profesión y el rol de madre. Podía también hacer costura dentro del
hogar para vender fuera en alguna tienda. No se pensaba en la mujer
trabajadora en una tienda o en la fábrica, porque “en vez de llevar esa
vida oculta, abrigada, púdica (…) y que es tan necesaria a su felicidad
y a la nuestra misma, vive bajo el dominio de un patrón, en medio de
compañeras de moralidad dudosa, en contacto perpetuo con hombres,
separada de su marido y sus hijos”. Estos trabajos quedaron relegados
para las mujeres de las clases populares, que se vieron expuestas a un
sin fin de humillaciones sociales y morales.
El
pudor, el recato era un requisito de la mujer virtuosa, y este derivaba
de la culpa, de la vergüenza ante la desnudez del cuerpo y del alma. El
pudor implicaba honestidad, y se mostraba ocultando las “dotes”
corporales con una vestimenta “decente”, además de sumirse en el
silencio o simplemente mantener conversaciones llanas, pues la mujer
“sabihonda” era “varona” y desagradable al hombre por querer competir
con él. El estudio en la mujer estaba, por supuesto, muy mal visto,
sobre todo si tenemos en cuenta que lo que se está jugando aquí es el
poder.
Debía
parecer tonta ante la sociedad, casi como una muñeca que servía de
trofeo para el hombre. Por lo tanto, en la intimidad se le estaba negado
el placer. Su relaciones sexuales debían estar restringidas al sólo
motivo de procrear, y en la cama ella debía asumir una posición pasiva,
ya que el fin del matrimonio es hacer hijos. Los camisones fenisculares
de las mujeres eran muy largos, con mangas y, a veces, una abertura en
el centro. En alguna oportunidad se les bordaba: “No lo hago por placer
sino por deber”.
Un
texto de Galeano, llamado “Muñecas” del libro “Memorias del fuego: el
siglo del viento” ilustra claramente la vida de la mujer de principio de
siglo.
“Una
señorita como es debido sirve al padre y a los hermanos como servirá al
marido, y no hace ni dice nada sin pedir permiso. Si tiene dinero o
buena cuna, acude a misa de siete y pasa el día aprendiendo a dar
órdenes a la servidumbre negra, cocineras, sirvientas, nodrizas,
niñeras, lavanderas, y haciendo labores de aguja y bolillo. A veces
recibe amigas, y hasta se atreve a recomendar alguna descocada novela
susurrando:
- Si vieras cómo me hizo llorar…
Dos
veces a la semana, en la tardecita, pasa algunas horas escuchando al
novio sin mirarlo y sin permitir que se le arrime, ambos sentados en el
sofá ante la atenta mirada de la tía. Todas las noches, antes de
acostarse, reza las avemarías del rosario y se aplica en el cutir una
infusión de pétalos de jazmín macerados en agua de lluvia al claro de
luna.
Si
el novio la abandona, ella se convierte súbitamente en tía y queda en
consecuencia condenada a vestir santos y difuntos y recién nacidos, a
vigilar novios, a cuidar enfermos, a dar catecismo y a suspirar por las
noches, en la soledad de la cama, contemplando el retrato del
desdeñoso”.
Bibliografía:
Barrán, José Pedro. “Historia de la sensibilidad en el Uruguay”
Galeano, Eduardo. “Memorias del fuego: el siglo del viento”
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